lunes, 29 de octubre de 2012

PADUL




                                                               Por  Juan Chirveches


    El correr de los años, con sus azares y sus vaivenes y sus mudanzas, va dibujando en nuestro interior, con trazos indelebles, una cartografía personal, unos mapas exclusivos de los que sólo nosotros poseemos las claves, y que componen, en su conjunto, una privada, una íntima geografía sentimental.
    Una geografía sentimental que nos ha ido brotando por dentro; que hemos creado con los valles amenos que nacieron con nuestras risas; con las altas montañas que levantaron nuestras ilusiones; con los ríos caudalosos que formaron nuestras lágrimas; con los prados luminosos y floridos que resplandecieron con nuestros amores; con los intrincados bosques que enmarañaron nuestras pasiones; con los áridos desiertos interiores que se quedaron ahí adentro, cuando nos arrasó la pena.
    Y también con los lugares donde, en cierta ocasión, nos ocurrió algo; con las ciudades donde, tiempo ha, vivimos durante una época; con los pueblos donde, una vez, fuimos felices.
    En el mapa de nuestra personal geografía sentimental, Padul ocupa un lugar muy preferente.
    Padul, el pueblo luminoso que nos abre la puerta que da paso al valle de la Alegría: el valle de Lecrín.
    Padul, el pueblo de corazón abierto que, cuando los terremotos de 1884, acogió a muchedumbre de afectados de los pueblos vecinos, ofreciéndoles sus cuidados y la hospitalidad de sus casas, gesto que reconoció y premió el rey Alfonso XII.
    Padul, el pueblo heroico donde, en las afueras, cuando 1810, Juan Fernández -conocido como el Tio Caridad o como el Alcalde de Otívar- plantó cara a los franceses y, peleando, cayó herido, pensaron que de muerte. Durante aquella batalla fueron abatidos ciento cincuenta españoles, según la afrancesada Gaceta que se publicada en Granada capital…
    Padul, el pueblo valiente que, cuando 1569, aguantó la furibunda acometida de un incendiario ejército de moriscos, que metió fuego a la población y mató a medio centenar de los nuestros.
    Pedro Antonio de Alarcón, que pasó por allí el 19 de marzo de 1872, en su libro de viajes La Alpujarra escribe: “el Padul (donde se muda tiro) es una rica, alegre y aseada villa de 3235 habitantes”… Y más abajo, aludiendo a las bonanzas del Valle: “en el Padul inaugurábanse todos los encantos de aquel nuevo paraíso”…
    El pueblo se ubica en lugar privilegiado, lanzadera hacia Granada, hacia las Alpujarras y hacia el mar. Nos informa Madoz, en 1845, de que en su estafeta de correos se separaba la correspondencia con destino al Valle de Lecrín, a la Alpujarra o a Motril y la costa. Y también nos dice el gran geógrafo, que la fertilidad y abundancia de agua hacían que su vega ofreciera “el aspecto de una continua primavera”.
    Acunado al regazo de Sierra Nevada, situado en la esquina de una amplia llanura, que antes fue laguna, aparece El Padul en un recodo del terreno, junto a un bello paisaje, cercado por altas montañas a un lado, y una ancha y fértil vega al otro. Y al frente, la vista se va en la lontananza, por encima de Cozvíjar, de Dúrcal y de Nigüelas, hasta perderse en lo profundo del Valle, que comienza, ya al fondo, su alargado y largo descenso hacia el mar.
    Paseando por sus calles, mirando desde sus balcones, sobrecoge, a veces,  la maciza presencia del pico del Caballo, tan azul en verano, tan blanco en invierno, tan encima, nazareno pétreo y enorme, padre gigante al cuidado permanente de los cuatro pueblos que, como retoños, acoge bajo su manto.
   
                  Llevadme a las montañas donde se bebe pura
                el aura que el espacio tapiza con su azul:
                allí donde los cielos se abarcan en su anchura,
                allí donde se alcanzan en la feraz llanura
                a Málaga y Granada por cima del Padul”.
   
    José Zorrilla, el inmortal autor de Don Juan Tenorio, escribió estos versos en 1886.
    A cualquier amante de los viajes gustará una visita al Padul. Pasar y pasear, una legua antes, por la colina del Suspiro del Moro, desde donde el rey Boabdil, derrotado, caminando hacia la tristeza, contempló Granada por última vez.
    Recorrer, luego, sus calles blancas, tranquilas, con el decorado espléndido y esplendente, al fondo, del pico del Caballo, que nos saluda a la vuelta de algunas esquinas o al final de algunas calles. Beber sus aguas fresquísimas, riquísimas, en la fuente de los Cinco Caños, del siglo XVI. Admirar, junto a ella, el precioso lavadero, del XIX. Sentir la grandeza de la Historia entre los recios muros de la Casa Grande, de comienzos del XVII, hoy vacía: pero se dice que bajo la tierra de sus patios, hay enterradas enormes y misteriosas orzas de barro.... Temblemos de emoción, en su iglesia, ante el Cristo tallado por algún aventajado discípulo de Pablo de Rojas. Veamos las cruces de piedra del Calvario, del año 1700. Hagamos una maravillosa excursión por la Laguna, el más importante humedal del Reino de Granada, a través del recientemente acondicionado sendero del Mamut, con Sierra Nevada casi encima, entre cañales, carrizales, turberas, zampullines, ánades, fochas: un delicioso baño de naturaleza.
    Y, ¡cómo no!, almorcemos, en cualquiera de sus bien atendidos mesones, el sabroso choto al ajillo, auténtico plato nacional paduleño, acompañado de la refrescante y nueva cerveza Mamut, de elaboración local.  
                                                                                       
                                                                                 J. Ch.
        
              Publicado en el diario Ideal. Granada, 13 de septiembre - 2011