martes, 8 de mayo de 2012

URBANISMO: ALCALDES Y CONCEJALES

                    
                                                                               Por  Juan Chirveches
   
    Las leyes otorgan a los ayuntamientos españoles “la ordenación, gestión  y ejecución del Urbanismo”. Pero vemos con tristeza y estupor cómo, en infinidad de municipios, grandes y pequeños, de todas las regiones y de todos los colores políticos, la ordenación urbana se muda en desorden y caos y capricho; la gestión, en mala gestión, en corrupción y en latrocinio; y la “ejecución”, en cambio, sí que se lleva a cabo y buen término: la ejecución y muerte de la ciudad tradicional, de la hermosa y dulce arquitectura popular, ejecutadas y sepultadas por opresivos, agresivos y hostiles edificios que son como una violenta pesadilla de piedra en medio del apacible sueño del caserío.
    Vemos con tristeza cómo, en cuestiones urbanísticas, en vez de ordenadores y gestores, y ejecutores, del bien común, y del sentido común, y aplicadores, muchos ayuntamientos (o muchísimos, porque si rascáramos un poco...) devienen cueva de ladrones, favorecedores y cómplices de la barbarie especuladora y de los sinvergüenzas, impulsores o justificadores de la destrucción de sus propios pueblos y ciudades a los que, en teoría, debieran defender.
    Y todo ello porque demasiados políticos municipales se meten a la actividad pública no con el deseo de gestionar y favorecer honradamente los bienes comunes, sino con la intención, expresa y descarada, de autogestionar  y favorecer sus propios bolsillos: o séase, de enriquecerse.
    Hoy, en España, el desprestigio y la mala fama que la clase política (no sólo la municipal) se ha ganado a pulso son tan elevados que sonroja y avergüenza a cualquiera. Leyendo estos días el libro de Félix Bayón “Vivir del Presupuesto”, que tan amablemente me ha regalado mi buen amigo Carlos Tovar, encuentro esta frase que el notable periodista escribió en noviembre del 2005, pocos meses antes de morir: “los partidos políticos se han llenado de buscavidas que ni se toman la molestia de disimular su condición”...
    A pesar de esto, tenemos una inflacionaria inflación de políticos, tres cuartas partes de los cuales son prescindibles; nadie sabe qué hacen, ni para qué sirven; y, de hecho, no sirven para nada. Los tenemos locales, comarcales, mancomunales, provinciales, forales, regionales, estatales, continentales, supranacionales y, ya mismo, los de la alianza de civilizaciones, que aún no tienen nombre. Todos cobrando y con dietas.  Pues bien: de entre ellos, la palma del desprestigio se la llevan, sin duda,  los políticos municipales.
    Hay personas admirables y decentes, apasionadas por la política local, que luchan por mejorar sus municipios y se entregan con entusiasmo y honradez a conseguirlo. Gente bienhechora.
    Pero: el excesivo margen de autonomía municipal; las listas electorales bloqueadas y cerradas; la imposibilidad de que los electores elijan de forma directa a su alcalde; el que no se ponga límite de tiempo a los mandatos (un alcalde puede serlo durante toda la vida); los cambalaches postelectorales; las lagunas e insuficiencias de las normas que regulan las incompatibilidades; el poder de contratar de forma directa las obras públicas y de nombrar, a dedo, asesores y diverso personal;  la potestad de hacer, rehacer, alterar o suprimir a capricho los planes de ordenación urbana; la posibilidad de recalificar terrenos de forma arbitraria... todo esto, como han señalado algunos estudiosos, entre ellos José Manuel Urquiza, cuyo libro “Corrupción municipal” recomiendo al amable lector, juega a favor de la llegada a la política local de una buena tropa de vividores y caraduras al asalto del Presupuesto.
    Así, vemos cómo, en innumerables localidades, auténticos paletos sin sensibilidad ni preparación alguna, o de una moralidad menos que justita, personas fácilmente corrompibles, llegan a puestos de mucha responsabilidad y se encuentran, de pronto, manejando presupuestos que se les escapan. Y, sobre todo, gozando del poder de decidir sobre cuestiones urbanísticas que les pueden reportar, a poco que anden listos, una interminable lluvia de monedas de oro. A cambio, claro, de autorizar o promover toda clase de desaguisados y disparates en materia de urbanismo.
    Nos deja perplejos que en las listas electorales municipales puedan figurar candidatos directamente vinculados a empresas inmobiliarias o constructoras, cuando no constructores ellos mismos. Claro que, también, se da mucho el caso de los que, sin tener vinculación alguna con el ladrillo, es llegar a alcaldes o concejales del ramo y, oiga, su mujer, sus hermanos, sus cuñados y hasta sus primos empiezan a fundar empresas ligadas a la construcción como el que hace rosquillas: vaya, ¡que les entra, de pronto, la vocación por edificar!…
    Si a esto añadimos los ingredientes de unas cuantas pirañas inmobiliarias, siempre al acecho en estas turbias y selváticas aguas para dar el bocado que arranque un trozo de paisaje común; y de unos cuantos arquitectos sin escrúpulos, o poco escrupulosos, a la hora de aceptar la elaboración o la ejecución de planos y planes, tenemos el cóctel que ha emborrachado a toda España de ladrillajo, de corrupción y de edificaciones ilegales.
    Es éste el contexto donde, por doquier, caen a diario preciosas casas de arquitectura popular, de alturas adecuadas a la calle donde se ubican, y aparecen, en su lugar, espantosos edificios hinchados de piedra y volumen,  con altura desmedida y estética de arrabal. Edificios que entierran las calles y las aplastan con murajos agresivos, ajenos por completo a la tipología de siglos de la localidad.
    Alcaldes y concejales que debieran defender y fomentar la estética urbana tradicional y propia, que dota de personalidad y hace únicas, y hermosas, y reconocibles universalmente a sus localidades, son quienes autorizan la transmutación de sus bellas poblaciones en vulgares urbes despersonalizadas, como barrios clónicos construidos y diseñados por los más ineptos y castrojas tardoimitadores de Mies van der Rohe, de Walter Gropius y de Le Corbusier.
    Porque si son graves y perniciosas la corrupción urbanística y las construcciones ilegales, no son menos graves muchas de las construcciones con apariencia o costra legal: en materia de Urbanismo, en muchos lugares de nuestro país, lo “legal” es tan pernicioso y salvaje, o a veces más, que lo ilegal. Basta con tener un poco de aseo en los papeles y en las licencias, para que cuelen como legales auténticas salvajadas. Lo vemos a diario: sólo hay que darse una vuelta por ciudades y pueblos de cualquier sitio.
    ¿Quién puede parar toda esta infernal maquinaria?: Juzgados  y políticos decentes, que los hay y muchos. Pero han de actuar con prontitud y valentía, lo cual no es nada fácil. También ayudaría la concienciación y presión social para poner freno a tanta barbarie.
    Se ha dejado un poder  enorme de hacer y deshacer en manos de ayuntamientos que son dirigidos, en más ocasiones que las deseables, por garrulos codiciosos, ignorantes y presas fáciles para los corruptores.
    Sería conveniente que el Poder Central recuperara buena parte de las decisiones y planeamientos  urbanísticos. Ya hemos visto a lo que nos ha llevado tanta autonomía municipal y regional: al caos urbanístico, a las decenas de miles de construcciones ilegales, a los precios insufribles y escandalosos de la vivienda, a la destrucción  de nuestros paisajes y nuestras poblaciones, a la corrupción generalizada y a que nos señalen desde toda Europa con el dedo del ladrillajo y del disparate. 
                                                                                                
                                                                                              
                 Publicado en el diario Ideal. Granada, 16 de Agosto - 2007