martes, 15 de mayo de 2012

LA INDIGNACIÓN DE LOS INDIGNADOS


                                                                         Por  Juan Chirveches


    Las personas indignadas -cientos de miles- que el pasado 19 de junio se manifestaron por las calles de toda España, sacudida-réplica del 15 de mayo, representan, a su vez, a millones de indignados que, aunque no se manifiesten públicamente, están, estamos, también, enfadados. Muy enfadados.
    No debieran los gobernantes, o aspirantes a serlo, hacer oídos sordos a tanto ruido…
    Cada cual tiene sus particulares, heterogéneas indignaciones; pero siempre en el mismo sentido. Y todas ellas, sumadas, dan como resultado una gran, una gigantesca indignación colectiva que sacude a España de arriba a abajo.
    Básicamente, la oceánica protesta del movimiento de los indignados va contra los políticos: contra sus privilegios, que ellos mismos se autoarrogan en una cínica puesta en práctica del “Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como”; contra su inoperancia; contra sus escandalosos derroches; contra sus constantes embustes; contra sus connivencias y tolerancias con los agresivos especuladores y los financieros salvajes; contra sus traiciones, sus corrupciones, sus enfermizas ambiciones…
    Los políticos, a su vez, adoptan ante este fenómeno la conocida táctica del avestruz: esconden la cabeza, pero dejan a la vista, y bien expuesta, toda la masa de su indiferencia. No dan la cara. No salen. Esperan, ocultos tras sus paraguas de huera palabrería, a que pase el chaparrón. Miran para otro lado, como si la cosa no fuera con ellos.
    Apenas si asoman los señores políticos, o sus voceros, para decirnos que el movimiento de los indignados debe hacer propuestas concretas; nombrar interlocutores; autoconvertirse en partido político… Y todo es echar balones fuera, capear el temporal, aliviarse, aguantar como sea, a la espera de que el movimiento, suponen, se desinfle y desactive durante el verano.
    Metidos en su esfera de privilegios, en su burbuja de vanidades, en su hinchada nube que les nubla la visión de lo cotidiano, no quieren entender, o no quieren afrontar, que el movimiento del 15 de mayo no se puede convertir -ni tampoco quiere- en un partido político, porque no es un movimiento político. Que no tiene por qué nombrar interlocutores, porque ya lo son todos y cada uno de los millones de indignados de la nación. Que las propuestas generales que hacen no responden a un predeterminado programa ideológico, más a la derecha, o más a la izquierda, sino a la convicción general de que es necesaria y urgente una profunda higienización, una honda limpieza, un intensivo baldeo de la vida pública.
    No parece que nuestros hombres públicos quieran afrontar que no se trata de nombrar interlocutores ni de hacer propuestas específicas… No quieren entender (o lo entienden demasiado bien y se intentan hacer los suecos) que la enorme movilización del 15 de mayo, o Movimiento de los Indignados, está al margen y por encima de las tradicionales ideologías políticas, que, cada vez más nítidamente, para la juventud y para todos, comienzan a sonar a cosa rancia y como de siglo pasado. No quieren entender que es un movimiento, digamos, transversal, donde confluyen y se aúnan gentes de la derecha y de la izquierda; creyentes y no creyentes; jóvenes y mayores; votantes y no votantes. Que no se trata de hacer ninguna propuesta para que los miles y miles de políticos que mantenemos -locales, mancomunales, comarcales, provinciales, regionales, nacionales, continentales y mundiales-, que parten y se reparten la tarta de nuestros impuestos, la estudien, nombren una comisión y “veamos qué se puede hacer”, para, al final, no hacer nada.
    A ver si quieren enterarse, de una vez, que de lo que se trata, sencillamente, es de un alto enfado colectivo. De un fuerte meneo general de amplísimos sectores de la nación española frente a la falta de escrúpulos, y la falta de ética, de buena parte de sus dirigentes.
    Que no es necesario lanzar propuesta concreta alguna, porque las líneas maestras de lo que se pide están tan claras como el agua clara (pero no hay peor sordo que el que no quiere oír): Decencia y control en la praxis política, financiera, empresarial y sindical. Respeto al hombre de la calle, que es quien sostiene, con su dinero, todo el tinglado. Inteligencia de que dedicarse a la actividad política no es poseer una licencia para abusar, ni para enriquecerse. Que meterse a hacer altos negocios, o mover altas finanzas, no es un salvoconducto para avasallar, ni un vale con el que todo vale. Que construir edificios no es destruir paisajes ni arrasar poblaciones. Que vender casas no tiene por qué ser sinónimo de robar, o de atracar a ladrillo armado al comprador.
    Y que habría que depurar responsabilidades y llevar ante la Justicia, como se ha hecho ya en algún país europeo, a quienes conscientemente, por acción u omisión, han envenenado la Economía con tan desastrosos efectos para todos. Porque al igual que es un delito envenenar el aire, las aguas o los alimentos, también debiera serlo envenenar las relaciones económicas con “activos tóxicos” y demás productos infernales que nos han abocado a la triste e incierta y arriesgada situación actual.
    Se trata, tan solo, de eso, señores políticos. Es algo que, de tan elemental, hasta da vergüenza tener que escribirlo. Aunque, ya sabemos, y este articulista el primero, que, dada la condición humana, todo esto es lo mismo que clamar en el desierto; o como escupir en el mar, que decía el clásico. Pero, al menos, aquí queda puesto. Y expuesto.
                  
           Publicado en el diario Ideal. Granada, 1 de julio - 2011