miércoles, 18 de enero de 2012

CONTRA LAS AUTONOMÍAS


                                            CONTRA LAS AUTONOMÍAS

                                                                            Por  Juan Chirveches


    Con esto de las autonomías regionales está pasando en España como con el viejo y conocido cuento de El traje nuevo del Emperador. En el cual, unos estafadores, charlatanes y convincentes, hacen creer al monarca, a su corte y al pueblo que el traje estaba siendo confeccionado con una tela suavísima y única, que tenía la mágica propiedad de hacerse invisible a las personas indignas.
    El tejido, claro, al tener esa maravillosa cualidad, era carísimo y como tal lo cobraban. Sólo que no existía: no había tejido alguno. Todo era una gran patraña, y cuando el emperador sale a la calle con “su nuevo traje” la gente se da cuenta de que va en cueros; pero nadie, tampoco el propio monarca, se arriesgan a decirlo por miedo a ser señalados como indignos. Únicamente, un niño se atrevió a gritar: “¡Nuestro Emperador va desnudo!”… Y ahí fue cuando se armó el revuelo y se reconoció la estafa.
    Observo que con las llamadas autonomías pasa lo mismo que con el traje del cuento: la mayoría de la población está hoy convencida de la inutilidad, de la demasía y del brutal coste sentimental y económico que nos supone mantener la actual organización territorial del Estado en diecisiete comunidades autónomas; pero casi nadie se atreve a alzar la voz ni a decir nada, vayan a tacharnos de indignos o de algo. Y ya se sabe que como aquí te señalen los políticamente correctos, vas aviado: son la nueva y sutil Inquisición.
    Hoy día, muy pocos creen que las autonomías valgan para algo más que subir el ego cateto y provinciano de políticos de segunda. Éstos son, como los sastres verborreicos y convencedores del cuento, los grandes beneficiados de este otro cuento que nos han contado sobre las autonomías. Ellos y sus prebendados son ya los únicos propagandistas del invento, pero en realidad lo que nos venden, carísimo, es humo y nada. Y no habría que tener muy en consideración los argumentos con que sustentan lo que nos tratan de vender, porque en este tinglado son juez y parte: la parte beneficiada.
    Mientras tanto, el desinterés y la indiferencia del pueblo se constatan en las convocatorias electorales regionales, donde los índices de participación son casi siempre muy bajos. Lo cual se observa también cuando llaman a ratificar los Estatutos de autonomía: al andaluz, por ejemplo, le dio la espalda más del setenta por ciento del censo electoral… Y si bien es cierto que eso no lo hace ilegítimo dentro del marco del juego democrático, sí que lo cuestiona y pone en entredicho ante la ética política, ante la aceptación social y ante la Historia.
    Los políticos de la Transición tuvieron la habilidad de convencer a la gente de que Democracia y autonomías regionales iban ligadas en una amalgama indisoluble. Y todavía hay muchas personas que lo creen así. Pero eso no es cierto. La Constitución de 1978 abría la puerta para que aquellos territorios que lo solicitaran pudieran acceder a determinado grado de autonomía. Permite y reconoce, pues, las autonomías regionales, pero ni las consagra, ni las hace obligatorias, ni dice cuáles ni cuántas tienen que ser. De modo que, nuestra organización territorial podría, perfectamente, ser diferente a la actual, y no por ello dejaríamos de vivir en una sociedad democrática ni nos moveríamos un punto de la letra o del espíritu de la Constitución.
    Durante la Transición, arrastrados por las permanentes reivindicaciones de los nacionalistas catalanes y vascos, esas moscas cojoneras que revuelan y zumban con molesta pesadez por el techo geográfico de España, y a veces pican, arrastrados por ellos, los políticos del resto del país barruntaron que el modelo autonómico les vendría muy bien porque ampliaba hasta el infinito, para ellos, las posibilidades de medrar y de coger su porción en el reparto de la tarta que vislumbraban. Por todas partes brotaron entonces nuevos partidos políticos neonacionalistas o neorregionalistas, y nuevos políticos que mitinearon sin cesar, como los sastres del cuento, haciendo propaganda de las supuestas bondades del flamante traje con el que pretendían vestir a España. Convencieron a muchos. Y comenzó así una loca espiral de excesiva, disparatada y costosísima descentralización.
    Pero ahora, mantener la actual estructura territorial del Estado nos sale carísimo a los españoles. De los sufridos bolsillos de cada uno de ustedes, amables lectores, extrae la Hacienda pública una insufrible cantidad de dinero que destina a sostener el tinglado autonómico: es decir, los diecisiete gobiernos regionales con sus catorce o quince consejeros cada uno; los diecisiete parlamentos regionales con sus ochenta o noventa parlamentarios cada uno; la multitud de asesores, viajes, sedes, el coche de ochenta millones de pesetas del ex presidente gallego… todo multiplicado por diecisiete. El despilfarro de las autonomías es escandaloso.
    Quizá debiéramos reflexionar todos (aunque los políticos y adláteres, que son juez y parte, saldrán, cómo no, en defensa del autonómico traje nuevo del Emperador), si para el buen funcionamiento del Estado es imprescindible esta suma y repetición de diecisiete burocracias, papeleos y hombres públicos; esta diecisieteava fragmentación de leyes, normas y reglamentos; este desguace al que estamos sometiendo a nuestro propio país.
    España no es tan extensa territorialmente, ni tan varia sociológicamente como para tener que trocearla: es mucho más fuerte el espíritu que nos une, que las cuestiones más o menos folclóricas que regionalmente nos diferencian. Por tanto, para una razonable, beneficiosa y moderada descentralización que mejore el funcionamiento del Estado, no es necesario convertir las regiones en estos pintorescos subestados, estadillos o estadetes que han llegado a ser: pequeños reinos de taifas con sus reyezuelos que juegan a ser minúsculos jefes de Estado, eternizados en un poder provinciano que a veces tiene algo de opereta.

                                                                                        J. Ch.

                  Publicado en el diario Ideal. Granada, 11 de marzo - 2009

LA POLÍTICOSCRACIA


                                                                        Por  Juan Chirveches

    Así al pronto, cualquiera comprende que la actividad política es noble y necesaria, porque sirviera, en la sociedad, para regular, reglar y arreglar convivencias; encauzar necesidades, frenar desmanes, restringir atropellos, conseguir beneficios para la mayoría… Esto, al menos, en el plano teórico.
   En el plano real, lo que ocurre, por lo común -aunque de todo hay, claro-, es que la gente que entra en política suele llevar en su espíritu, marcado a fuego, el tatuaje de la suficiencia, de la prepotencia y de la ambición. Y una vez instalados en el poder, son ellos mismos quienes -en más ocasiones que las deseables- propenden al abuso y al atropello; al enriquecimiento personal mediante turbios atajos; al favoritismo, al capricho, al derroche, a la megalomanía y a la vanagloria. 
    Ayudados, sin duda, en esa deriva, por la corte y la cohorte de que se rodean; y por la canalla económica, por los delincuentes de cuello blanco que constantemente los asedian y los tientan; y ante los que, demasiadas veces, sucumben.
    Y aunque no todos los hombres públicos, ni mucho menos, sean así, pasa en esto de la política que una sola golondrina sí hace verano; y que, en cestas llenas de piezas sanas, una sola fruta podrida afecta e impregna de mal olor al resto. Pero un resto, por cierto, que ante las irresponsabilidades, las tonterías, las trapacerías o las trampas de sus correligionarios, suele callar. Y calla, quizá, por disciplina de partido; aunque, principalmente, por cobardía o porque su propia ambición se lo impide, ya que denunciar tales actitudes con voz alta y clara, le supone quedar, automáticamente, en fuera de juego y fuera del juego.
    De esta manera, el conjunto de los que llegan al núcleo del poder, a sus arrabales y a sus cloacas termina por formar un magma espeso, difícilmente tocable, abordable y cambiable. Un magma que, con dinero público, de manera abusiva, se autoconcede privilegios; se autopone sueldos y jubilaciones de oro; se autopaga dietas, desplazamientos en primera clase o en coches de alta gama, hoteles de lujo, comilonas y bolsas de doritos; financia exposiciones, revistillas y conferencias, no a los de mérito objetivo (que sería justo y necesario), sino a quienes le doran la píldora.
    Un magma de gobernantes, de poder político -vinculado y, muchas veces, lacayo del poder financiero- que no parece gobernar para el bien común, sino para su propio bien o sus propios caprichos ideológicos o personales. Un magma de poder que se percibe como arbitrario, y al que últimamente se le viene conociendo y nombrando como “la Casta” (la casta política). 
   Pero que nosotros denominaríamos como el régimen de la Políticoscracia. Régimen que se caracterizaría por el gobierno o el poder caprichoso e irresponsable de los políticos, de la clase política, bajo formas -o barniz- aparentemente democráticas, alejado sin embargo, en la realidad del día a día, de la democracia transparente y real. Se definiría como el gobierno de los políticos no al servicio del conjunto de la nación, sino al servicio de sus propias ocurrencias y de sus propios intereses, privados o de partido. 

Otras características
    Se caracterizaría también, la Políticoscracia, por el número exageradamente alto de políticos y de cargos, muchos de ellos innecesarios como puedan ser, por ejemplo, los doscientos sesenta senadores o la multitud de consejeros regionales con su constelación de delegados, subdelegados, asesores, etc.. Por la ausencia de límite temporal en sus mandatos o nombramientos. Por permitirse que un político pueda ser, simultáneamente, concejal, senador, presidente de diputación, presidente de no sé cuántas cosas más, vocal de no sé cuántas empresas públicas o semipúblicas, consejero de alguna caja de ahorros… todo a la vez y al mismo tiempo; y cobrando. Por no tener que responder ante nadie, cuando se van, de sus excesos, de sus caprichos, de sus derroches, de sus desaguisados ni de sus estupideces. Y por la blandura de las leyes para poner coto a lo que queda dicho, o frente a la corrupción, prevaricación y cohecho, que en infinidad de ocasiones se saldan con una multilla. Y luego con un indulto.
    Hoy en España, entendemos nosotros, hemos vivido, y seguimos viviendo, bajo el régimen de la Políticoscracia: el dominio absoluto de los políticos, que extienden y meten sus tentáculos en las cajas de ahorros (a las que han liquidado); en la cultura, en el espectáculo, en el deporte, en las televisiones y demás medios de comunicación, no para organizar (como es lógico), sino para influir y medrar… Son tantísimos que están por todas partes. Nos tienen rodeados.
    En el régimen de la Políticoscracia el pueblo no tiene influencia, control ni poder alguno sobre los políticos, como sería lo deseable, sino que son éstos quienes controlan, influyen y manipulan al pueblo, como se ve claramente, por ejemplo, en el asunto de las autonomías regionales, o, en su tiempo, con la entrada en la OTAN o la introducción del euro. 
    En la Políticoscracia, el gobernante, porque se le ocurre a él, sin que nadie se lo impida, puesto que hasta los más altos tribunales están al servicio de sus despropósitos, el gobernante, puede, por ejemplo, qué le digo yo, horadar montañas por debajo de monumentos universales; deshacer históricas naciones; enfrentar poblaciones por historias del pasado; privilegiar regiones; arruinar países; permitir que se levanten por doquier infames paredones; o que se metan mamotréticos hoteles en medio de parques naturales o parajes protegidos; empujar a su país a todo un desbarajuste económico, social y judicial…, y, en fin, todo un catálogo de barbaridades que los españoles conocemos muy de cerca y padecemos.  
    Porque esta Políticoscracia bajo la que vivimos, entre unas cosas y otras, ha echado a España por la ventana.

                                                                                           J. Ch.


              Publicado en Ideal. Granada, 7 de diciembre - 2011
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